miércoles, 8 de octubre de 2008

No os caséis

Aquel sábado amaneció ligeramente lluvioso, sin clara intención de abrirse para dejar al sol templar con su presencia aquella deslucida boda. Los invitados se agolpaban en el soportal de la iglesia y los que no cabían, habían regresado a sus coches a la espera de la llegada de la novia. Sólo unos pocos apóstatas confesos y practicantes aguardaban directamente en la pequeña y sórdida taberna de aquél pequeño pueblo.

El silencioso Rolls Royce negro, alquilado para la ocasión y adornado con numerosas flores, llegó silenciosamente a la puerta de la rústica iglesia. La madrina abrió como pudo la puerta del copiloto luchando porque el aparatoso sombrero (que le había costado más de doscientos euros) se mantuviera dignamente en su sitio. Los invitados se acercaron tímidamente, ya que la lluvia no amainaba, sino al contrario, arreciaba con fuerza resultando inútiles los paraguas.

La novia se mostraba bonita como todas las novias deben hacerlo el día de su boda: elaborado recogido, traje blanco, velo, ramo. Que no falte de nada, que aunque una sea una camarera al menos que se case como una reina. Pero de nada sirve todo esto cuando se olvidan los modales y se pide voz en grito, rozando casi la histeria ante el horrible tiempo, el ser ayudada para poder salir del coche.

La entrada en la iglesia fue rápida, y la gente se colocó rápidamente en los bancos. La misa no fue excepcionalmente bonita, pareciendo que hasta el mismo cura tenía ganas de acabar cuando antes para irse a tomar algo al cóctel tan ansiado por muchos estómagos.
-Yo no he comido, ¿y tú? – chismorreaban dos mujeres sentadas en los bancos más alejados del sermón.
- Sí, pero muy poco. ¡Cómo nos vamos a poner! En la boda de la Lorena, la hija de la Loli, no llegué ni al segundo plato. ¡Y eso esta vez no me va a pasar!
No eran las únicas que se comportaban o pensaban de tal manera, y es que no era para menos. El banquete iba a ser en el reputado Restaurante Borges, establecimiento de cuatro tenedores, donde había lista de espera para más de dos años, en cuanto a bodas se refiere. Al terminar la ceremonia la lluvia había remitido ligeramente, por lo que se pudo lanzar alegremente arroz a la enamorada pareja, para después montarse cada uno en su coche y dirigirse rumbo al convite.

El Borges era un restaurante de rancio abolengo, situado en el kilómetro treinta y cinco de la carretera de Logroño. Al llegar allí la lluvia caía nuevamente con furia, y el cóctel al aire libre tuvo que cancelarse, para trasladarlo a una sala interior, de verde moqueta y paredes recubiertas de madera. El suelo del salón se veía salpicado por altas mesas con vestidas por níveos manteles, y los camareros iban y venían sacando copas y platos llenos para guardarlos rápidamente vacíos.
Las fotos de los novios quedaron arruinadas por el fenómeno meteorológico. Aunque se tomaron delante del marco incomparable del castillo de Alfaro y sus hermoso parques, los novios posaron con los zapatos y el bajo del vestido embarrado, no pudiendo arreglar aquello ningún PhotoShop del mundo.
Cuando hicieron acto de presencia en el cóctel las puertas dobles con ojo de buey que habían permanecido cerradas celosamente se abrieron de par en par mostrando el comedor, con las mesas colocadas en forma de “U”.
Primero entró la feliz pareja, para a continuación seguirles los padres de ambos y hermanos. El resto de invitados revisaron la hoja en la que el título en Times New Roman cuerpo doce, cursiva, color ocre, rezaba “Orden de invitados”.
La mesa más cercana a la salida, y por ende, más al margen de toda la fiesta era la de los compañeros de oficina del novio y un invitado desconocido, que no había tenido lugar en las otras mesas.
Héctor (que así dijo llamarse el ajeno al ámbito de trabajo), tenía unos treinta y pocos años, y se mostró serio y taciturno durante toda la comida, sin hacerse partícipe de las bromas y chascarrillos de los compañeros. Comía en silencio con la mirada perdida, estando su mente muy lejos de aquel festín.
Como suele pasar en las conversaciones de la gente que ni es amiga ni tiene nada en común, hacia los postres se hizo un largo silencio incómodo. Afortunadamente los amigos del novio comenzaron a pasar mesa por mesa, con la corbata cortada en pedazos, para que los generosos convidados, se rascaran el bolsillo a cambio de una simbólica pieza de tela.
-¿Aún hacen la ceremonia de la corbata? ¡Por dios! Pensé que esta tradición había pasado a la historia – comentó una de las secretarias del jefe.
-Yo escuché una historia, aunque tiene más pinta de leyenda urbana, de unos que en una boda fueron a cortar la corbata aún puesta, con una sierra eléctrica. Pues al pobre chico se le enganchó, salió impelido hacia delante y le cortaron la cabeza. – contó el informático.
-¡Menuda broma! Aunque eso no se lo cree nadie, ¡no hay nadie tan bruto! – rió el de contabilidad. El resto de participantes a la mesa le rieron también el comentario, menos Héctor, que mantenía la vista baja.
-No es una leyenda urbana. – comentó en voz apenas inaudible.
-Perdona Héctor, ¿has dicho algo? – le preguntó la recepcionista que se sentaba a su lado.
-He dicho que no es una leyenda urbana. Además ocurrió aquí, hace seis años, en este mismo restaurante.
Los compañeros se miraron entre sí ligeramente nerviosos mientras el contable seguía riendo, en absoluto dispuesto a que nadie le cortara su momento de gloria.
-¿Y cómo lo sabes tan seguro, si se puede saber chaval?
-Porque yo asistí a aquella boda. Yo…Era el novio.
Y tal como lo dijo, su figura comenzó a desvanecerse ante los horrorizados ojos de los asistentes. La servilleta que reposaba en su pierna, cayó al suelo, como así atestiguó la recepcionista antes de que le diera el ataque de histeria por el que tuvo que ser atendida por los operativos del SAMUR. Al fin y al cabo, había pasado al lado de aquél fantasma sin sentir nada durante un par de horas, no era para menos. Algunos profirieron gritos de pavor, otros se quedaron callados con los ojos desorbitados, siendo aquella la triste anécdota del día de la boda de Carolina y Alfonso.

Y es que hay ciertas cosas con las que no se puede bromear.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Hacía años que el Sr. Rodríguez dormía separado de su mujer. La noche en que murió estaba en la habitación de al lado y, consecuentemente, no encontró el cadaver hasta el día siguiente.

La Sra. Rodriguez sufría de unos extraños ataques epilépticosque la sumían en un estado de coma durante horas. La ley, preveyendo esto, estipulaba que los cadaveres debían permanecer velados 24 horas. Así que el Sr. Rodriguez tuvo que pasar todo el día con ella. Al Sr. Rodriguez no le agradaba mucho su mujer viva, así que podéis suponer lo que le agradaría tenerla muerta en la habitación contigua; sin embargo, ayudaba el hecho de que no era un hombre supersticioso ni nunca había tenido miedo de la muerte.

A medianoche, como viene siendo habitual en estas historias, el Sr. Rodríguez tuvo una repentina curiosidad y fue a visitar el cadaver. Abrió despacio la puerta rechinante, recordando que debía engrasarla al día siguiente, y asomó lentamente su calva cabeza. El cuerpo de su esposa reposaba tranquilamente en la cama de matrimonio que antiguamente compartían. Las blancas manos apoyadas en el pecho y el camisón-mortaja le daban un cierto aire literario. En su gordo anillo de casada reposaba una extraña mosca verde, escena que recordaba de algún sitio.

La mujer del Sr. Rodriguez siempre había gustado de tener un espejo grande en la habitación, ella decía que para cuidar su imagen desde la mañana. El Sr. Rodríguez tuvo un impulso y se acercó, asomándose al espejo. Sus lentos movimientos le respondieron en el espejo. Por alguna razón, le parecía extraño verse reflejado en un espejo en la oscuridad de la noche. Esperaba que, en cualquier momento, el cadaver de su esposa se moviera reflejado en el espejo, pero por alguna razón, no lo hizo. La mosca, sin embargo, sí levantó el vuelo, desplazándose por la habitación.

El Sr. Rodriguez despertó de su ensimismamiento y volvió a su habitación.Al contrario de lo que se podía esperar, tuvo una noche tranquila y sin pesadillas. El cuerpo fue levantado y enterrado aquel mismo día y la vida siguió. El Sr. Rodriguez desayunó, leyó el periódico y cenó con su elegante batín en el comedor.

Y llegó la noche. De nuevo, se sintió atraído por aquel espejo y decidió llevarlo a su propia habitación. No podía pasar la noche en la misma habitación donde había dormido un cadaver, así que lo colocó junto a su cama y se sentó al borde de la misma. Aún tenía luz y su reflejo no le parecía extraño; no comprobó, pues, la veracidad de éste con absurdos movimientos. Pero estuvo un buen rato simplemente sentado frente a él. Cuando pareció despertar de nuevo, apagó la luz y se fue a dormir. Despertó a medianoche y miró de reojo al espejo. El espejo le devolvió la mirada. Giró todo su cuerpo y se puso de cara a él. La imagen difuminada de su superficie le daba cierto respeto: era como una especie de versión borrosa de sí mismo. Le aterrorizó de repente que aquella figura tuviera una completa autonomía sobre sí. Quiso destrozar el espejo a golpes, pero como era un hombre de ciencia, se quitó la idea de la cabeza, se volvió e intentó dormir de nuevo. Al momento, notó que algo le miraba por detrás. Era ridículo, por supuesto. Se echó la manta por la cabeza y suspiró para sentir algún sonido en el ambiente. Empezó a pensar en su difunta mujer y en porqué demonios había querido un espejo en su habitación. Empezó a cavilar absurdas leyendas, de mujeres brujas que se casan con mortales y les sorben el alma. Rió entre dientes.

Intentó dormir de verdad, pero no lo consiguió. Notaba dos ojos como dos ascuas rojas e incandescentes en su nuca. Finalmente, giró su cabeza cuidadosamente y miró al espejo. La cabeza sobresaliente entre las mantas le recordaba una calavera. Con sus profundas ojeras, los rasgos difuminados y una extraña sonrisa que él no recordaba haber puesto; fue sólo un momento. De pronto, la sonrisa desapareció. Pensó que sería mejor enfrentarse al espejo, en todos los sentidos, pues de esta manera, hacía sentir lo absurdo de sus pensamiento. De todas formas, no le agradaba verse tumbado en una cama desde un costado. Le recordaba a aquellas figuras que reposan sobre las lápidas de los reyes, imitando a éstos. Miró fijamente al espejo con desafío, y éste se lo devolvió. No osó hacer ningún movimiento diferente al del señor. Éste rió. ¿Era él el señor? Entonces se le pasó por la cabeza, ¿ qué le hacía pensar que el otro no tenía control y era el mero imitador? Qué estupidez, claro. Él era de carne y el otro sólo una superficie de cristal pulido. Pero aún así, se estremeció. Le hizo una mueca al espejo y éste pareció vacilar al responderle, según le pareció ver al Sr. Rodriguez. Un insecto amarillo se había posado en su pierna. Lo miró bien. No. No era amarillo. Era la mosca verde del día anterior. ¿Pudiera ser? Pudiera ser que se hubiera salido justo mientras él abría la puerta para transladar el espejo. Pudiera ser que se hubiera quedado pegado, atrapado al espejo como él mismo. El Sr. Rodríguez decidió reírse de todo aquello y, levantándose, empezó a bailotear, haciendo giros por la habitación frente al espejo; no parecía él. Entre giro y giro, empezó a preguntarse porqué un hombre de ciencia como él empezó a tener estos pensamientos, como si por un momento hubiera recuperado el control de sus pensamientos. La imagen del hombre danzante del espejo parecía más grande a cada movimiento, como si el Sr. Rodríguez le diera vida. O quizá sólo eran las ligeras sombras proyectadas por la vela, cambiantes cada vez.

El Sr.Rodríguez parecía incapaz de dejar de bailar, se sentía como un triste muñeco dentro de un caparazón de madera. Empezó a entender como se sentía la imagen de su espejo. Una vez, hacía tiempo, un amigo alemán le había hablado del “doppelganger” mientras tomaban cerveza en una taberna. El “dopplenganger” era el término alemán para designar al doble humano.

Estos pensamientos giraban y giraban en su cabeza mientras él y su imagen hacían lo propio. No entendía lo que le llevaba a bailar frente a un espejo a medianoche como un lunático. Realmente, no parecía él. Por fin, su mente pareció reinstalarse en su cuerpo, tomó dominio de sí mismo y se sentó. La mosca voló por toda su habitación, cayendo y remontando el vuelo con un sonido que llenaba el silencioso dormitorio. El Sr. Rodriguez la siguió con la mirada y, en un instante, ésta se posó sobre su dedo; justo como había hecho el día anterior con su mujer. Al Sr.Rodríguez le dio por temblar, y miró al espejo con miedo. Pero allí no había nada, o al menos no se encontró con lo que esperaba. En principio. El Sr. Rodríguez abrió la boca desmesuradamente y ahogó un grito de terror. ¿O acaso se trató de su reflejo?


Al día siguiente, la doncella tuvo que llamar a la habitación del señor, pues era muy tarde y no daba señales de haberse despertado aún. Cuando entró, lo encontró sentado plácidamente en el sofá y tan educado como siempre. Quizá con un brillo extraño en los ojos y un poco ausente. Y a su lado, el espjo reflejaba una especie de versión de sí mismo con un cierto semblante desesperado, como del que se encuentra encerrado.

martes, 2 de septiembre de 2008

15-11-78

Subimos con Chesús y Modesto a la montaña cuando apenas despuntaba el alba. Atrás dejamos el pequeño pueblo de Boira, con sus gentes aún dormidas, cubiertas por la fría y densa manta, de niebla invernal.
El cementerio se encontraba apartado y en un sorprendente estado de dejadez. Las oxidadas puertas de acceso estaban abiertas, y todo el recinto demostraba que hacía mucho tiempo que nadie iba allí a honrar a sus muertos.
Pese a ser ellos los que habían insistido en la tétrica excursión, mis compañeros se sentían incómodos en aquél lugar, buscaban con nerviosismo algo que no habían atinado a explicarme previamente en el pueblo. Los dejé tranquilos mientras me paseaba por el camposanto guiado por mi curiosidad innata de estudioso.
Me encontraba algo alejado de ellos cuando Chesús sacó una pala y comenzó a cavar. Me acerqué alarmado, viendo que estaban en una zona donde la tierra se mostraba recién removida y sin una brizna de hierba. Mi instinto me hizo guardar silencio hasta que la pala restalló con un sonido metálico. Habíamos alcanzado nuestro objetivo. Chesús ató con manos diestras cuerdas alrededor del féretro, que izamos entre los tres con gran esfuerzo.
Con la frente perlada de sudor, pude ver la caja. Aquél no era un ataúd que se viera habitualmente en España, ya que ese tipo de arte funerario provenía de Europa oriental. Féretros metálicos, profusamente labrados y sellados con estaño, para permitir la conservación casi incorrupta del finado, durante un tiempo más prolongado del habitual. Un hallazgo histórico sorprendente que me encantaría estudiar.
Fue Modesto quien levantó la tapa.

El cadáver que allí descansaba se mostraba fresco y rosado en comparación con aquel mohoso catafalco. Tras la sorpresa inicial, mi mente racional no tardó en responder: El finado debía de haber recibido la sepultura poco tiempo atrás, pero su ataúd… Obviamente, era de segunda mano. Algún aldeano de humilde origen, que dadas las circunstancias…
-¡Para esto hemos venido aquí! – Interrumpió Modesto en mis pensamientos – Nos gustaría ver si es capaz de explicar cómo un hombre que lleva treinta años en este cementerio, muestra este aspecto
-Pero… Esto debe ser una broma. ¡Por el amor de Dios! ¡Lo que estás insinuando es imposible! Además yo soy antropólogo, no forense.
-Entonces, ¿qué tal si aplica sus conocimientos de licenciado “rarito” para arrojar algo de luz al asunto?

La expresión de sus caras dejaba claro que aquello iba en serio. Sobreponiéndome al intenso pavor y desprecio que me provocaba, me dispuse a llegar al fondo de aquel misterio. Prometiéndome que al final todo tendría alguna explicación perfectamente lógica, toqué al difunto en los brazos. La carne era flexible, y parecía que los síntomas de descomposición natural aún no habían hecho acto de presencia. Un hedor repugnante emanaba aquél ser pese a su extraordinario estado de conservación. Temblando como una hoja, recordé haber leído a menudo que, durante todo el S.XVIII, se llegaba a enterrar a la gente viva provocando que éstos se ahogaran dentro del ataúd, causándole hemorragias internas y diarreas antes de sus estertores finales. Ante tan bella posibilidad informé a Modesto de que debía de estar confundiendo a esa persona, pues era imposible que llevara más de una semana muerta.
Inspeccioné las manos del cadáver en busca de sangre o de cualquier prueba visible de que hubieran sido usadas para abrir el ataúd desde dentro, pero lo que me encontré bajo las uñas fue tierra, muy parecida a la que cubría la tumba.


Aquello terminó de desconcertarme, fui incapaz poder dar algún tipo de conclusión convincente. No era un médico, no podría explicar por qué aquél cuerpo se mantenía así. Era antinatural y sobrecogedor, como… Como si…
Una luz se hizo en mi mente durante un breve instante. Aunque deseché la idea de inmediato, mi instinto más primitivo hizo que un sudor frió resbalase por mi frente y que mis piernas no me sostuvieran durante unos segundos. Un ser que había poblado mis fantasías de adolescencia y mis primeros años de estudio. Un mito fascinante al que busqué durante años a través de los libros, en distintas civilizaciones y países, en pos de la realidad tras la leyenda. Un sueño terrible hecho realidad frente a mí, agarrándome con su mano helada por mi nuca. Un vampiro.
Imposible. Se estaría deshaciendo como una pastilla efervescente en un vaso de agua, bajo los débiles rayos de sol. Pero también es cierto que, aunque mermara en gran medida sus energías, los vampiros del folclore, y no los creados por la industria de los sueños, no sufrían ningún daño ante la luz del día.
Miré a mis amigos que esperaban algún tipo explicación, y mi garganta no emitió ningún sonido pese a que abrí la boca para hablar. Instintivamente me santigüé y me aparté de aquél maldito cadáver.
Aquello al parecer sólo sirvió para confirmarles lo que ya sospechaban. Chesús se agachó y sacó una afilada estaca y una maza del macuto que transportaba.
Sabía lo que iba a hacer, y aunque pensé que tenía que hacer algo para impedir aquella salvajada, el temblor de mis piernas me impidió dar ni un paso.
Modesto sujetó la estaca contra el lado izquierdo del pecho del cadáver. Chesús levantó la maza.
Aquello estaba mal.
Pero no mal por ensartar a un cadáver que no conocíamos de nada, que se mostraba sorprendentemente incorrupto. No.
Lo que estaba mal era pretender llegar al corazón con la estaca a través de la caja torácica, porque probablemente acertaría a una de las costillas. Otro mito inculcado por Hollywood.
Intenté avisar, pero fue tarde. Mis pronósticos se vieron cumplidos con Chesús que resbaló junto con la estaca, cayendo sobre el cuerpo.
Todo ocurrió muy rápido.
Aquel ser abrió los ojos e instintivamente se protegió. Agarró por el cuello a Chesús alzándolo como si de papel se tratara. Le asestó una dentellada en el cuello, girándolo con tal violencia que el crujido de sus huesos al romperse fue perfectamente audible para todos.
Huimos como alma que lleva el diablo, rezando para que aquella criatura no tuviera fuerzas suficientes para seguirnos. Llorando con rabia por nuestro compañero caído.


Ahora escribo este testimonio de pesadilla, asustado pero ya en casa. Ana ha preparado las maletas sin discusión, y Óscar duerme plácidamente en el asiento trasero del coche. Su hermana está en Huesca pasando el fin de semana con unas amigas, por lo que iremos a recogerla de camino a Zaragoza.
Debí de haber recordado, todas aquellas advertencias, cuentos de viejas, supersticiones que tantas veces me han deleitado con su lectura… Pero, ¿quién iba a pensar, que tenían un fundamento? ¡Que los vampiros realmente existen!
Espero que me sirvan ahora, en el momento de la huida, porque si mis conocimientos no me fallan, aquél ser, vendrá a vengarse. Vendrá a por mí.
Por favor, Buen Dios, protege a mi familia.
Y apiádate de nuestras almas.